Argenpress info
Jorge Gómez Barata
El pensamiento social avanzado ha convertido en ciencia constituida una compresión de la historia de las civilizaciones y de las culturas, según la cual, aunque en una compleja dialéctica: las ideas no hacen al mundo sino a la inversa, no crean la realidad sino que emanan de ella.
La existencia de la humanidad y consiguientemente su cultura está ligada a la capacidad del ser humano para sobrevivir, reproducirse y crear del único modo posible: por medio del trabajo. Todas las doctrinas, las religiones y las expresiones de la cultura son fruto de necesidades sociales. Lo mismo que a Dios, la humanidad creó al Estado y al poder, el mercado y el dinero, las lenguas, la música y a la política, porque sin ellas no podía sobrevivir.
Al ser fruto de la sociedad, las diferentes manifestaciones de la cultura material y espiritual evolucionan con ella de modo que si bien las versiones originales de las grandes doctrinas: cristianismo, islamismo, liberalismo y marxismo sobreviven como referentes clásicos, de cada una de ellas existen versiones modernas, vigentes y funcionales.
En su letra original, tanto el liberalismo como el marxismo correspondieron no sólo a una época histórica, sino también a un nivel del desarrollo de las fuerzas productivas y a un determinado tamaño de la economía europea a la cual daban respuestas.
El liberalismo, que triunfó brillantemente en Europa y los Estados Unidos de los siglos XVIII, XIX y XX, fracasa en el Tercer Mundo de hoy no porque sea erróneo sino porque es extemporáneo. Adam Smith trascendió, no porque sus ideas correspondan a la realidad de hoy, sino porque iluminaron con su sabiduría a la sociedad de su tiempo y armaron con su ciencia a las vanguardias políticas correspondientes.
Con el marxismo ocurre exactamente lo mismo, excepto que ninguna otra doctrina humanistas ha soportado deformaciones tan brutales.
Las distorsiones de las ideas originales de Carlos Marx que sustentan un proyecto socialista no son fruto de interpretaciones más menos erróneas sino de burdas falsificaciones debidas, unas al anticomunismo inculto y cavernícola, puesto en circulación por la burguesía europea y al macartismo estadounidense, mientras otras se derivan, sobre todo del stalinismo, que nunca trató de aplicar las ideas de Marx y Lenin sino que las utilizó para sus propios fines.
El socialismo no es una invención política ni un gobierno mejor que otros, sino un estado real del proceso civilizatorio al que se llega por medio del desarrollo de las fuerzas productivas, que permite a los estados establecer elevados estándares de justicia social, fenómeno que como tendencia es visible en las sociedades más desarrolladas desde hace 60 años.
Sobre todo en el Tercer Mundo donde la marcha de la civilización fue alterada caprichosamente, esos procesos pueden ser promovidos y acelerados por líderes y vanguardias con capacidad para movilizar a las masas y empujar la historia en la dirección correcta, pero no para modificar esa dirección. El capitalismo, como antes lo fueron otras formaciones sociales son etapas necesarias; cosa que ocurre también con el socialismo.
Carlos Marx, uno de los hombres intelectualmente mejor dotados del siglo XIX, el que en el campo social realizó el esfuerzo científico más arduo y adelantó conclusiones que fundaron las ciencias sociales modernas es eje de una paradoja perfecta: se le niega el reconocimiento científico a que tiene derecho, mientras se le reverencia por méritos que no acumuló y se le condena por culpas que no debe.
Marx llegó al socialismo no por los caminos de la política, sino por los de la economía política y, más que luchar por su advenimiento, descubrió su inevitabilidad. No era la revolución la que abriría una nueva época, sino la nueva época quien propiciaría el cambio.
Marx no era un político ni un revolucionario profesional, tampoco un líder nacional ni un patriota, no estaba comprometido con un país o un partido. Fue un investigador que descubrió verdades y las expuso. El marxismo es un producto de la más refinada cultura europea al que la coyuntura histórica convirtió en herramienta revolucionaria.
En la hora de la muerte, Marx estuvo terriblemente solo. En sus funerales, estuvieron presentes menos de diez personas, entre ellas su hija Eleanor Marx y su esposo el cubano Pablo Lafargue y Federico Engels. Los únicos homenajes fueron sendas coronas enviadas por el Socialdemócrata y la Asociación de Obreros Comunistas de Londres; en cambio en su despedida de duelo se habló en cuatro lenguas, incluido el castellano en la voz del delegado del Partido Obrero Español José Mesa.
En Europa y los Estados Unidos el suceso apenas se mencionó y en Hispanoamérica, donde era prácticamente desconocido, José Martí aportó la excepción con una hermosa crónica escrita desde Nueva York para el diario La Nación de Buenos Aires, publicada el 29 de marzo de 1883.
Federico Engels, que lo conoció mejor que nadie, hizo justicia a su amigo de toda la vida, colocándolo en su exacta dimensión: «Así como Darwin descubrió la ley de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana…» No hacía falta decir nada más.
http://www.argenpress.info/